jueves, 3 de diciembre de 2009

ANALIZÁNDOTE LA ESPALDA

La lluvia que remata el cielo cae y bendice a cada uno de los piojos que aferrados a nuestras cabezas resisten la arremetida desesperanzada de un viento voraz.

Debajo de las alturas, pisadas alocadas entierran sus huellas sobre la calle, espejo de cada suspiro rutinario.

Con prisa, cada cuerpo dibuja su imagen y lo imanta al paisaje, llenando el vacío del tiempo en una larga distancia.

Viejas y húmedas, las hojas de invierno caen al precipicio. Su vuelo desvanece a medida que la madre tierra acrecienta el fervor incontrolado que implica guardar los recuerdos de primavera, aquellos que pertenecen a cada recuadro de nervadura.

Paraguas discapacitados, superficies perforadas en donde la miseria social no alcanza a parchar el llanto empedernido de los ángeles con un piquete.

Un sol oculto abajo de tus pupilas, incaico, despierto en el fuego que guarda tu adormecido corazón después del último crepúsculo globalizado.

Un verano aún más profundo, atrás quedaron quebrados un reloj bronceado, una piel reseca de frustración y una playa virgen, en la cual ningún turista introdujo su huella.

Más tarde, de tarde, un rayo dibuja en el cielo la desinteresada sonrisa de la noche, poniendo en evidencia, infinitos secretos que el día desconoce. Simultáneamente dentro de las mullidas venas de un gran hormiguero, cantidades impensadas de vehículos se deslizan a altas velocidades y chocan con sus propios sueños.

Por fin llegaste oscuridad, dímelo, describe ese secreto que guardan los colores y no amanece con el sol, de qué está hecha la vida.

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